Misterios de Canena

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Misterios de Canena

Del más allá


Formaban una pandilla variopinta de inquietos adolescentes con la rebeldía de los seres sin historia y la incertidumbre de su futuro a cuestas. Ya eran conocidos por sus andanzas en las que habían dado muestras de una irresponsabilidad, una irreverencia y una crueldad inusitada sin dejar por ello de ser buenos chicos en sus respectivos hogares y hasta modelo de buenos estudiantes en su colegio.


Aproximábase la fecha de celebración del día de Todos los Santos y por ello surgió entre ellos un tema de conversación poco común: la muerte. No se sentían, para nada, amenazados o concernidos por ella, ni la habían vivido de cerca haciendo presa en familiares o amigos cercanos. Bromeaban, se burlaban del que hiciera cualquier comentario en tono melancólico o triste y hasta juzgaron ridícula toda la parafernalia religiosa alrededor de los Santos y Difuntos, así como de la costumbre tan arraigada de rendir tributo a los fallecidos adornando sus tumbas con flores. Hablaron del cementerio, de sus lápidas y nichos, de los viejos enterramientos para los suicidas y del tenebroso osario.


Alguien tuvo una idea atrevida: <<¿Seríamos capaces de visitar en la madrugada de la víspera de Todos los Santos el camposanto y llevarnos unos huesos del osario?>> Tras breve debate, la atracción morbosa de semejante acción los subyugó: Decidieron llevarla a cabo para demostrar su valentía y a la vez, desechar de su credo todas las supercherías de las creencias populares.


Conforme se acercaba la fecha y en sus reuniones perfilaban la estrategia a seguir, en la conciencia de los menos incrédulos crecía una incertidumbre, un ligero desasosiego. F. Reyes, pudo observar en casa los preparativos de adornos florales, velas y lamparillas de aceite en recuerdo de sus familiares desaparecidos. Sin proponérselo, fue testigo de una conversación entre sus padres sobre tema tabú en su casa: la muerte violenta de su bisabuelo Antonio en extrañas circunstancias. No se sabía con exactitud su enterramiento por lo que suponían que sus restos estarían en la fosa común, en la esquina sureste del cementerio; allí, cada año, su madre dejaba caer una flor recitando entre dientes: “En tu recuerdo y para la paz de tu alma”. La historia fue un objeto más de burla para los más temerarios.


Llegó el día. En el pueblo todo se desarrolló como era costumbre. El doblar de campanas, la misa, la visita al cementerio y las velas y mariposas ardiendo en los tazones con aceite en recuerdo de los difuntos. Cuando anocheció, con la excusa de comer las tradicionales gachas en casa de Francisco, se reunieron, trazaron el plan definitivo y, tras degustarlas, salieron, cada cual con un recipiente lleno, para ir de casa en casa taponando cerraduras: esa noche los espíritus de los muertos andan sueltos y hay que evitar que se cuelen en los hogares. Por grupos, se fueron encaminando hacia la cuesta del cementerio en una fría noche sin luna de inquietante oscuridad.


Reunidos en el puente, junto a las eras, comenzaron, con temor creciente, a subir por el empedrado camino. Muy apiñados, tropezando y en silencio. Hasta diez comenzaron la aventura. El ligero vientecillo que arrullaba en los pinos del Cerro y los aullidos lejanos de un perro sembraron la desconfianza en el grupo. A mitad del camino, cinco abandonaron. El resto, con pasos sigilosos llegaron a la gran puerta de hierro. Rodearon la tapia por la derecha y desde las olivas que daban al muro oeste colocaron los troncos que en días anteriores habían acercado y, no sin cierto escalofrío añadido al frío de la noche, se colaron en el interior. Ante el silencio, las apenas vislumbradas siluetas de los cipreses y la luz de alguna que otra velita con llama zizagueante quedaron paralizados.


Una vez superada la impresión, caminaron por las vereillas cuesta abajo, entre nichos, panteones y tumbas en tierra con su cruz amenazante. Al acercarse al osario no pudieron reprimir algún chillido al ver el brillo de los fuegos fatuos. Empezaron los arrepentimientos y la pesadumbre, se quedaron mudos. Pero de nuevo, tras cierta vacilación, superándose a sí mismos, continuaron su plan. Formando cadena sujetaron al más ágil que bajó hasta el fondo recogiendo con aceleración varios huesos a tientas. Deshicieron el camino con apresuramiento y bajaron corriendo, con el corazón en la boca, hasta encontrarse a los pies del Cerro con el grupo disidente. En un santiamén estuvieron de nuevo en casa de su amigo.


Sentados a la mesa, aún con el corazón violentado y expresión atemorizada, comenzaron a relatar, cada cual según su sentido y sensibilidad, su hazaña. Tranquilizado el ánimo y con el macabro botín sobre el tapete, aún quisieron llevar más allá su osadía. Montarían una Tabla de Güija y, sobre sus huesos, invocarían a su antiguo poseedor.


Se sentaron alrededor de la mesa sobre la que estaban los restos óseos iluminados con una gran vela, única luz que alumbraba la estancia y ponía en sus caras de sombras móviles un punto de misterio. Un círculo de letras de papel y un vaso sujetado por diez dedos temblorosos completaron la escena. << Espíritu errante, ven a recoger tus restos >>, fue la genial frase que pronunció el más atrevido de los amigos. Cada vez que la repetía, el miedo iba haciéndose más patente en los integrantes del grupo. No había acabado de repetirla por cuarta vez cuando un temblor extraño sacudió la mesa. Saltaron los huesos, se apagó la vela y un crujido exhaló la vieja madera del tablero. Se oyeron gritos de auxilio, chillidos ininteligibles y una ráfaga violenta silbó en el aire enrarecido de la habitación; saltó el Cristo de calamina de su crucifijo, la puerta dio un portazo terrible y en el pasillo las mariposas dieron un fogonazo incendiando el aceite.


Corrieron despavoridos hacia la calle. Sobre la puerta cerrada, un agujero negro en la cerradura horadando las blancas gachas; volaron las letras sobre las baldosas de la habitación componiéndose por extraño azar, entre cristales y gotas de sangre:


A - R E Y E S


Canena, enero de 2019 PEDRO MARTÍNEZ G.

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