Leyendas de Santo Tomé

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La cruz del molinillo

Al atardecer, cuando cesaba el canto de las chicharras y el sol se acercaba al horizonte, la comitiva que había salido por la mañana temprano de Baeza se encontraba ya cerca de Santo Tomé. Andrés Castillo se despidió de D. Hernando, de su esposa e hija que iban en un carruaje, y esperó a que la comitiva continuase su camino hacia el pueblo para él dirigir su caballo hacia el molino. Varios niños salieron en tropel corriendo a su encuentro por el camino. Eran sus sobrinos que se habían percatado de su presencia por el ladrido de los perros, y salían a recibirle.

Andrés Castillo era un joven, gallardo y apuesto soldado que gozaba de la protección y confianza de D. Hernando, bajo cuyas órdenes se encontraba en Flandes, y que había intervenido en varias campañas en la guerra que nuestro señor el rey Felipe IV mantenía en aquellos territorios, siendo su última participación en el asedio y rendición de la plaza de Breda, cuyas llaves fueron entregadas al marqués Ambrosio Spínola, bajo cuyas órdenes estaba D. Hernando.

Al llegar al molino, sus dos hermanos y las mujeres de ambos salieron a recibirle, avisados por los gritos y alboroto de los niños que anunciaban la llegada. Tras el efusivo saludo familiar de los hermanos, las cuñadas y de toda la prole, los niños acorralaron a su tío, admirando la reluciente pistola al cinto, la daga y la espada de ancha cazoleta, y asediándole a preguntas sobre sus aventuras. Por la noche, tras la cena, los niños escucharon embelesados sus hazañas por tierras lejanas, hasta que a regañadientes obedecieron marcharse a la cama.

El día siguiente lo pasó Andrés ayudando a sus hermanos en las tareas del molino (propiedad de D. Hernando). Al terminar la faena se bañó en el agua cristalina del río que bajaba de Cazorla y recogía aguas del Cañamares en Nubla, y que servía para mover el molino. Se puso su mejor ropa, con su golilla blanca almidonada, sus botas limpias, ajustándose por último su pistola y espada al cinto antes de salir. Montó su caballo y se dirigió al pueblo. Poco había cambiado desde la última vez que estuvo por sus calles, y eso le daba confianza al conocer el terreno que pisaba. Fue reconocido por varios vecinos, y alguna que otra moza, conforme pasaba por las calles. Paró ante una pequeña casa de las afueras del pueblo, casi al final de la calle Santísimo, descabalgó y ató las riendas del caballo en la argolla de la pared. Entró en la casa sin llamar, pues quería sorprender a su madrina María Teresa, y en parte lo consiguió, pues ella ya sabía que el conde de Garcíez se encontraba en la Casa Grande desde la tarde anterior. María Teresa era una persona muy querida y conocida en el pueblo, pues había ayudado a nacer a casi todas las personas jóvenes que ahora vivían en el pueblo, y durante muchos años trabajó en la Casa Grande. Madrina y ahijado se abrazaron y besaron emocionadamente, mientras unas lágrimas de alegría, que no pudo ni quiso contener, resbalaban por las mejillas arrugadas de aquella mujer. Andrés fue contando a su madrina todo lo que sabía a ella le encantaba escuchar. Para el final había dejado dos sorpresas: un hermoso pañuelo de encaje confeccionado en la mismísima ciudad de Gante, en la que había nacido el emperador Carlos el primero, y la otra era comunicarle que su corazón latía apresuradamente cuando se sentía mirado por los verdes ojos de una mujer. María Teresa quiso conocer la gracia de la persona afortunada y le preguntó por su nombre.

- "Se llama Ana. Es la hija de D. Hernando."

Al escuchar su nombre, María Teresa se ruborizó y sintió un agudo dolor en el pecho. ¡No podía ser! Otra mujer cualquiera menos ella. ¡Ella no! Dios mío; con la cantidad de mujeres que habrían dado su vida por estar casadas con él, y Andrés había puesto sus ojos precisamente en ella.

- "Ven, siéntate junto a mí - dijo ella cogiéndole la mano y mirándole con tristeza.- Tengo que contarte un secreto, que nunca tendría que haberte dicho ni a ti ni a nadie. Y sé que te haré daño, pero es mejor que callar - sus palabras tardaban en salir por su boca, mientras sus manos sujetaban y acariciaban las de Andrés.

- "Verás, me parece muy bien que quieras a Ana, y tienes que quererla aún más, pero no como la quieres ahora. Tienes que quererla como a una hermana, pues ella es tu hermana. Andrés no quería creer lo que estaba escuchando, pero sabía que aquella mujer nunca podía engañarle, que le estaba diciendo la verdad.

-"Cuando tú naciste, ella vino contigo al mundo. Tu madre sabía que dos bocas más era mucha carga para tu padre en aquellos años tan difíciles, por lo que me la confió para que la dejase en alguna casa con posibles, sabiendo que yo trabajaba en la Casa Grande y que los condes no tenían ninguna hija. Varios años después unas fiebres se la llevaron, no sin antes hacerme prometer que guardase el secreto hasta donde pudiera, más bien por tu hermana que por otra persona. Tu padre nunca lo supo, pues en el momento de nacer estaba fuera y mi hija Teresita fue la encargada de ponerla a la puerta de la Casa Grande y llamar para que la recogiesen, como así sucedió. Yo te he ido criando a ti, y a ella cuando los condes venían; he procurado enseñaros las mismas cosas buenas a los dos."

Andrés contó a sus hermanos lo que su madrina le había dicho y dibujó una cruz granate al lado de la puerta principal del molino, con ocho puntos alrededor: dos sobre el travesaño representando a sus padres, y seis por debajo, uno por cada miembro de aquella familia, para recordar siempre que entre ellos había otra persona con la que aquella familia tenía que compartir el amor y los buenos deseos.

Varias semanas después, D. Hernando de Quesada y Hurtado de Mendoza, conde de Garcíez y XIII señor de Santo Tomé, partió acompañado por Andrés hacia las guerras de Flandes.

Varios años después Ana se casó y tuvo una niña a la que puso por nombre Andrea María de la Esperanza.

Las crónicas no cuentan nada sobre Andrés posterior a esto, pero la cruz granate pintada en la fachada principal, junto a la puerta del molino, aún se puede ver.

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