Memorias de alcalaínos
Contenido
Antonia Arjona Castillo
Nací en el año 1934, en un cortijo llamado “Mogollustre”.
Éramos 6; cinco niñas y 1 niño.
Yo me crié en Valenzuela (Córdoba) y allí iba a la escuela, con la señorita Justa Vallejo. Estábamos 15 o 20 de 13 o 14 años.
Después vinimos a vivir a un cortijo de Alcalá la Real, llamado “La Pasadilla”. Aquí venía un maestro de Charilla andando a darnos clase. Como no había mucho dinero, mi madre le pagaba con comida; garbanzos, aceite… Pero tenía muchas ganas de que aprendiéramos.
Mi padre trabajaba en el campo, y mi madre se encargaba de las faenas de la casa.
Nosotras hemos trabajado también en la aceituna, recogiendo garbanzos…
Mi infancia fue buena y tranquila.
Cristóbal González Castillo
Recuerdos de una época
Nací en el año 1930, el día 7 de enero, en el campo 3º llamado “Encina Hermosa”, término municipal del Castillo de Locubín, y recuerdo de algo bonito de antes de la guerra.
En aquellos años, la mayor parte de las personas vivían en los cortijos. Casi todos los labradores eran arrendadores y cuando se casaban, los hijos seguían viviendo con los padres. Éstos les arrendaban parte de la finca para que trabajaran por cuenta propia y así iban formando su familia y criando a sus hijos humildemente y de forma muy natural. Todos se criaban con la teta de su madre y después con gachas de harina tostada y picatostes mascados. Yo, como mayor de siete hermanos, les daba a todos mis hermanos más pequeños.
Recuerdo perfectamente los principios de la guerra civil. Había huelgas revolucionarias. Entonces, a los obreros, les decían los alojados en el ayuntamiento. Los repartía de la siguiente forma: a los patrones más ricos les mandaban más, y a los más pobres, menos. Recuerdo que a mi abuelo le mandaron dos. Los patrones quedaban encargados de pagarles los jornales.
Ya en los primeros días del verano del 36, todo eran revoluciones. Se hacían grupos de hombres y se iban al campo, y si había alguien trabajando, se tenía que ir con ellos o le pegaban.
Ya se hicieron dos partidos: “Los fascistas” y “Los rojos”. Mis abuelos tenían dos hijos; Miguel, de la quinta del 30 y Antonio, del 32. Éstos tuvieron que ingresar en la tropa en muy poco tiempo y mi padre, que era del 23, ingresó el año que empezó la guerra.
En el Castillo de Locubín estaba en la zona roja y los rojos iban a los cortijos y se llevaban todo lo mejor que había. A mi abuelo, lo primero que le cogieron fue la escopeta que tenía de un cañón. Cada instante iban a por dos borregos. Lo más grande que nos robaron fueron cuatro becerros con dos años que los habíamos comprado en la feria de Jaén el año de antes, entre mi padre y mi abuelo, para terminarlos y ganar lo que pudieran.
Aquellos casos eran muy duros de pasar, pero más duro era cuando se recibía una carta con el sobre negro, como recibimos en mi cortijo. Este sobre era la baja de mi tío Miguel que murió en Madrid, en el barrio de Ulcera de untito que le dieron en la cabeza. A mi padre, en Extremadura le dieron un tiro y le atravesaron las dos piernas.
La Guerra Civil fue una de las cosas peores que se hayan conocido en la historia, porque peleaban hermanos contra hermanos. En esta comarca nuestra, se dio más de un caso, ya que las tropas rojas estaban en “La Camuña”, y las nacionales en “La Mota”, y en “Los Tajos”. Había hermanos uno enfrente del otro. Esto era porque los nacionales tenían unos hombres que se llamaban “los enlaces”, y su misión era pasar gente del Castillo hacia Alcalá de noche, cuando estaban con las tropas de Alcalá, ya que les estaban disparando a los hermanos que tenían en las tropas del Castillo.
Después de la Guerra, lo malo fue que vino una epidemia que se llamaba Sarna. Aquello le atacó a todas las personas, pero más fuerte a los niños. Teníamos todo el cuerpo hecho una pupa. Entonces no había medicinas para curarse. Se pudo ir dominando a base de limpieza. Los detergentes eran jabón puro de lavar la ropa.
Antes de desechar la sarna, vino la miseria de los piojos. No podíamos salir a la calle. Las cabezas nos blanqueaban de las liendres.
A continuación llegó lo peor que fue el hambre. España, por la guerra, se quedó destrozada. No podíamos sembrar. No se recogía nada. A los cortijos en los que había algo de comer, iba todos los días mucha gente pidiendo.
Así fuimos pasando muchas fatigas, hasta que llegó el año 46 que fue muy bueno, y se recolectó mucho de todo, y ya fue todo el mundo mejorando la vida y pudiendo comer, hasta que llegó el verano. El verano fue de los perores porque en el 45 no se recogió nada ya que en este años no llovió, y los sembrados no se pudieron criar. Pero ya en el 46, cuando llegó la primavera, como llovía tanto, pues había collejas, cardillos… y las criaturas se las comían cocidas. Llegaron las habas verdes y se criaron muy bien. Mi padre llegó a dar un día 27 talegas de habas a los que iban pidiendo.
Aquello fue muy malo. En los cortijos en los que sembramos, no pasábamos hambre, porque comíamos migas de maíz y pan de cebada. Mi abuela sacaba aceite con una talega para hacer de comer.
Ya en el 46, se recogió trigo, pero no podíamos ir a hacer harina, porque si te veían te lo quitaban, y en pan y el azúcar las teníamos racionadas. Había que comer solamente la ración que te daban, según la familia que había.
Después fue mejorando la vida, y cuando llegaron los años 50, ya podía comer todo el mundo y había paz y respeto, pero se puede decir que tuvimos doce o catorce años en los que aquello era la inquisición.
Dominga García Carrillo
Pan con aceite y azúcar
Tengo 71 años. Mi madre se casó primero con un hombre, con el padre de mi hermana la mayor (que ya se ha muerto). Estuvo casada muy poquito tiempo. En realidad no se casaban, sino que se juntaban. Los padres reconocían como suyos a los hijos y ya está. Ahí no había más nada. También habría quien se casara, pero no todos. Con él tuvo una niña. Ese hombre se murió, y mi madre se quedó con su niña. Mi verdadero padre, vivía cerca de ella. Dio la casualidad de que a él también se le murió la mujer y se quedó con dos niñas. Una de ellas, tenía una enfermedad y se murió con unos 20 años. Mi padre tenía dos hijas, y mi madre una, y se juntaron. Ya estando juntos nació mi hermana Antonia que es mayor que yo, y luego la última nací yo. Ya nos juntamos cinco niñas. Imagínate; cinco niñas en plena guerra.
"Yo nací muerta". Esto me lo contó “la Lila” que era la mujer que ayudó en mi parto. Dice que casi no le gustó a mi padre que yo volviera a vivir. No por eso no me reconoció, exactamente igual que a todas. Me refiero cuando digo que nací muerta a que nací un poco asfixiada, con los pocos medios que había en la época, me pegarían tirones. Aunque luego ya tomé aire y logré recuperarme. Decía la Lila, que yo tenía 7 vidas como los gatos. Ya de “mociquilla” me mareaba yo y me caía al suelo. Total, que éramos 5 niñas en la casa. Si yo hubiera sido niño, lo mismo mi padre se hubiera animado más. A los dos o tres meses de eso lo mataron. En el 1936, en la guerra. Yo, lo que he escuchado decir, cuando yo era pequeña, es que la culpa la tuvieron unos cortijeros con dineros, porque antes, los que mandaban eran los cortijeros que tenían dinero.
Iban por las casas, y decían: “Oye, tú, vente”. A algunos les daba tiempo o les avisaban y se escapaban, pero a los que no les daba tiempo, pues los sacaban y los mataban. Mi madre decía: “Podía haberse escondido en la chimenea, como tantos otros, y no se lo hubieran llevado”, pero él decía que no le había hecho nada a nadie, y que no tenía por qué esconderse. Pero es que en aquel momento cogían a uno, luego a otro, y luego a otro, y ¡ala!, los encerraban en Las Dominicas.
Había un hombre, que tenía mucho dinero, que si hubiera echado una firma, hubieran echado a todos los que tenían dentro. Porque de la familia de mi padre, mataron a tres: a mi padre que se llamaba Fabián, a un hermano suyo, Antonio, que dejó a un montón de hijos y a uno que estaba “mocico”; Pepe. A mi padre le echaban la culpa porque decían que se había traído de “Los Moralejos” un trillo. Yo no sé si sería verdad o mentira, porque matar a una persona por un trillo…
Si los dueños hubieran firmado que era mentira, pues no lo hubieran matado.
Cuando murió mi padre, mi hermana la mayor, Paquita se fue a vivir con el único hermano que quedó vivo.
Yo tenía 5 años, y vivía sola con una hermana mayor que yo, que tenía 7 u 8 años, en un cortijo, porque mi madre se fue con su pareja (la que tuvo después de la muerte de mi padre), a cuidar de la madre de éste (que estaba muy mayor), a otro cortijo.
Mi hermana, como era tan pequeña, cuando quería freír pescado, echaba un poquito de aceite y unas veces echaba el pescado con harina y otras no les echaba nada. Más tarde ella se fue a un cortijo a guardar pavos.
Vivíamos las dos solas. Pasamos muchísima hambre. El hermano de mi padre, vivía en un cortijo junto al mío, con mi hermana mayor, y tenía dos o tres ánforas llenas de aceite, y las cámaras llenas de trigo, pero no nos daba nada. Si no fuera por una finca de olivos que tenía mi madre, no hubiéramos tenido ni aceite, porque ni aceite nos daba mi tío.
También tenía una tía que vivía enfrente de nosotras, pero ella no nos podía llevar a su casa porque también tenía hijos y no tenía para darles de comer, y estaba con un hombre que era muy malo. Salíamos de mi puerta y cruzábamos la carretera que hay por Las Pilillas y nos subíamos a su casa, y ella nos preguntaba: “¿Has comido hoy?”. Nosotras le decíamos: “No, todavía no”. Y ella nos daba un trozo de pan con aceite grande con azúcar, que eso era lo que la “pobretica” podía darnos. Y yo me lo comía allí sentada, y luego me bajaba, y me preguntaba mi madre (que todavía estaba allí); “¿De dónde vienes?” Y yo no le decía nada. Mi hermana, como era más grande, pues le daba vergüenza y no iba tanto como yo. Iba solo cuando le apretaba mucho el hambre. Mi madre, como era una mujer, pues aunque tuviera olivos, lo mismo estaban abandonados, o los tenía arrendados a los hermanos, o qué sabe dios. Eran otros tiempos. Fue entonces cuando se fue mi madre y nos quedamos solas. A nosotras, “el hambre”, nos la quitó mi tía.
Mi hermana la mayor, vivía con mi abuelo y mi tío en el cortijo de al lado. Ella era la que cuidaba a mi abuelo (tenía “paralís”) y a los hijos de mi tía, que tenía muchos.
A mí, cuando mi hermana se fue al cortijo, me llevaron a “Las Pilillas” con una mujer vieja que le decían “Magdalena la loca”. Esta mujer bebía mucho vino. Una vecina de allí se dio cuenta de que yo llevaba tres días sentada en una escalera sin moverme. Esta mujer mandó a otra a mi madre. “Tu hija lleva ya tres días sin salir, sentada en la escalera, y esta mujer, que está borracha, es capaz de matarla”.
A los tres o cuatro días bajó mi madre (porque todos los días no podía bajar la pobre), y me fui con ella. Aunque allí, en su casa, no estuve más de un mes, porque allí, no se podía vivir. Era todos los días una pelea, e incluso ni se podía comer. El hombre que estaba con mi madre tenía en las cámaras, guardado y cerrado, el trigo, las patatas, el aceite, los garbanzos y todo. Mi madre tenía que decirle: “Saca una botella de aceite, que tengo que guisar, “pa” tus hijos y para todos.” Ay que ver el calvario de hombre. Mi madre, tanto sufrir, y él tanto pegarle… Tanto parir, y siempre parir sola… Y mal comer; ella hacía de comer y primero comían todos y luego ella si quedaba algo, y si no…pues no comía.
Otra mujer de “Las Pilillas” estaba vieja y sola y tenía labor. Había allí un hombre cuidando los mulos, un pastor, el de los cochinos… tres o cuatro muchachos tenía la mujer. Yo me fui con ella y le llenaba dos bidones o tres (los bidones en donde se hacía la comida) de paja, me enseñó la mujer a freír patatas…
Esta mujer tenía una nieta que era de mi edad, y dormía con la mujer. Allí lo pasé muy bien. Nos divertíamos mucho. Yo me hice amigas con las que hacía muchas cosas divertidas. Esta muchacha, aunque era de mi edad, era de familia de dinero, y los padres se la llevaban de fiesta, pero no querían que yo fuera con ellos. Pero mis amigas las otras, me llamaban y nos íbamos por leña, a un río que hay yendo en dirección a Mures. Allí hemos llevado los álamos arrastrando nosotras… Una vez nos encontramos setas, un cesto de mimbre lleno, y por aquel entonces no llevábamos bragas. Íbamos mi hermana y su hermana grande, y yo y la chica. Nos remangamos el vestido y nos lo llenaron de setas entero, y fíjate que llevábamos el culo al aire, pero íbamos tan contentas, desde el río hasta Las Pilillas. Cuando íbamos al campo lo pasábamos muy bien.
Cuando ya estaba más grandecilla, seguía yo con esta mujer mayor. La mujer me llevaba a misa, hizo que yo hiciera la comunión, yo me iba con las otras de fiesta… Esta mujer fue buenísima.
Pero una nieta que tenía dio a luz. Esta nieta vivía en Alcaudete. Allí me mandaron con la nieta para que no estuviera sola. Tenía una taberna y allí me fui con ella. Fíjate, yo tenía en la cabeza piojos. Como allí no tenía quien me lavara, ni nada… porque la vieja me aseaba mucho y me apañaba, pero allí… cuando acordé una noche, me dije: “Y parece que tengo piojos en la cabeza…”, con que fui y compré esos polvos que se echaban para matarlos. Pero la otra mujer no me dijo nada.
Estuve allí un mes o dos, y cuando el niño estaba más grande, me vine. Ese mes lo pasé peor pero fue por esto.
Luego me vine otra vez, y ya se murió la vieja. Entonces me mandaron a otro cortijo, donde vivían los padres del marido de esta mujer que era la nieta de la mujer con la que viví yo. Esto era en La Carihuela.
Aquello era morirme. Tenía que llenar todas las mañanas a las 6, tres bidones grandes. Luego me metía en la cocina. Ya estaba yo grandecilla y tuve que aprender a guisar. Le hacía de comer al pastor, al de los mulos, al de los cochinos, al de los pavos. El primer año se fue un hijo a la mili, y nos quedamos yo y otra muchacha que estaba en las mismas condiciones que yo, el padre y el muchacho que había con los mulos que era también jovencillo, que era de Alcalá la Real. Nos teníamos que ir a “barcinar”, a segar, a arrancar garbanzos, a la hortaliza, a apañar el cortijo, porque esta mujer era bastante “señorica” y ella no hacía nada. ¡Que “panzá” de trabajar!
Pero allí estaba la muchacha esta y tenía en Las Pilillas un salón de fiesta, y venían los titiriteros que se tiraban quince días allí haciendo títeres, y la muchacha y yo, como éramos las dos de la misma edad, nos íbamos con su padre y con su madre. Era de noche cuando hacían los títeres.
Aquí estaría otros cuatro o cinco años. Me lo pasé bien. Tuve que trabajar mucho, pero lo pasé bien. Con 17 años me cansé de cortijos y me fui a Alcalá a servir.
Domingo Pérez Pulido
Tengo 76 años. Voy a contar mi historia desde la guerra hasta que yo tenía 17 o 18 años.
Yo a la escuela no he ido. Solo un invierno o dos, después de cenar y de soltar el trabajo, dijo el maestro: “Venid”. Y teníamos que llevarle al hombre hasta el aceite para el candil.
En la guerra, siendo muchachos, cuando encerrábamos el ganado, íbamos, cuando tocaban a rancho los soldados (“fajina” le decían allí), para comer. El guiso se sacaba fuera y formaban todos los soldados. Nosotros cogíamos un puchero, un plato, o lo que pillábamos, y nos poníamos detrás de los soldados. Cuando los soldados terminaban, el rancho que había sobrado nos lo echaban a nosotros. Y algunas veces yo decía: “¡Échame para tantos!” , porque como habíamos muchos en mi casa… Y me decían: “¡Si es que no queda!”
Infancia y adolescencia
La guerra la pasé yo en La Pedriza. Nosotros habíamos vivido siempre en La Hortichuela, y ahí nos criamos. Pero cuando las fuerzas nos levantaron, nos fuimos a La Pedriza. Éramos 11 hermanos, un hermano y yo estábamos con las ovejas y las cabras: También teníamos cochinos y de todo… Tanto había que trabajar…
El día que vinieron los aviones estábamos entre el “Cortijo de Blancares” y el “Cortijo de El Alamoso”. Llegaron los aviones de “los rojos”, y entraron de “Frailes” hacia abajo, por Alcalá, y tiraron para “Cerro Gordo”, y dieron la vuelta por La Pedriza. Tiraron bombas en Alcalá, tiraron bombas en “Cerro Gordo”, tiraron bombas en La Pedriza. Yo estaba con las ovejas hecho un chaval del todo. Siete u ocho añillos nada más tenía, y estaba solo. Pasé una tarde muy mala. Muy mala porque tiraron bombas en La Pedriza y allí estaba mi familia. Yo no sabía, que podía haber pasado. Yo había visto el humo de las bombas, porque estaba a un par de kilómetros.
Yo tenía que quedarme con las ovejas y las cabras, no podía irme porque como en aquellos tiempos no había grano, no había paja ni había nada, tenían que comer en el campo, porque en la guerra no sembrábamos. No me fui hasta la noche.
Al ponerse el sol, pillé a mi ganado y me lo llevé. Estuve toda la tarde llorando. Todavía me acuerdo y casi vuelvo a llorar.
Cuando llegué a La Pedriza, llegué derecho a llevar las ovejas a mi casa. Ya de momento salieron mi madre, mi padre y todos, y me entró una tranquilidad en el cuerpo que no veas.
A los pocos días de aquello, al llevar las ovejas a pastar, nos habían puesto en el cortijo una bomba. Nos la habían dejado encima de una mesa. Los rojos habían ido en la noche a un par de kilómetros de La Pedriza, en el cortijo donde llevaba a las cabras. Cuando mi hermano y yo vimos aquello que brillaba tanto, nos decíamos, “¿Esto qué es?” Pero ya nos habían avisado de que no tocáramos ninguna cosa que viéramos extraña. Entonces, avisamos a nuestros padres, y ellos avisaron a los soldados, y cuando llegaron ellos, se dieron cuenta de que era una bomba. Si la tocamos, volamos.
Cuando se terminó la guerra, nos vinimos a La Hortichuela donde tenía mi padre sus finquillas. Allí empezamos a sembrar y comenzó la posguerra. Como no se había sembrado, no había pan.
Nosotros, el primer año, no lo pasamos muy mal del todo, porque habíamos estado en el “Cortijo Blancares” que te comenté un año o dos después de la guerra, y allí pudimos sembrar, y podíamos llevar algún grano. Teníamos que ir de contrabando a los molinos. Normalmente iba mi padre pero yo fui también muchas veces de contrabando con diez añillos, cargado con una cuartilla de trigo echado a la espalda, y así me iba en medio de aquellos olivares, para que no me vieran los civiles. Si me veían los civiles, me quitaban el trigo. Iba mi abuelo e iba otro hermano mío con otra cuartilla de trigo pero no íbamos juntos, y mi abuelo iba delante haciendo “la descubierta”, por si veía a los civiles, avisarnos para que nos escondiéramos. Luego llegábamos, y más arriba de “Las Pilas”, en un cerro que había allí, nos metíamos en un barranco, y mi abuelo se adelantaba a “Las Pilas”, y le decía al fabricante (a Rosendo), “Mira, que tengo ahí a los muchachos con una cuartilla de trigo, ahí en lo alto, para que se lleven pan”, porque si no había trigo, no había pan. Pero era raro que no estuvieran los civiles allí, y entonces, Rosendo, casi siempre le decía a mi abuelo: “Espera ahí, que ya mismo vamos a comer, y mientras comen, os peso el trigo y os echo el pan”. Y eso hacíamos: los civiles comiendo, y nosotros entrábamos por detrás por una puerta de la fábrica, pesaban nuestro trigo, y echábamos para arriba otra vez, pero con el mismo sistema; mi abuelo de descubierta para que no nos vieran y nosotros detrás con el pan.
Luego, cuando ya empezó a mejorarse la cosa, a partir del año 50, nos fuimos nosotros a labrar un cortijo que le llamaban “Los Torcales”, que tenía la finca en la parte de Córdoba, pero el cortijo estaba en tres o cuatro fanegas que tenía por arriba, al final de un camino, en la parte de Jaén.
Teníamos que ir arrancando los garbanzos y trayéndolos a la era, porque como los dejáramos de noche, se los llevaban.
¡Que maña para la yunta y el arado!
De chiquitillo, en mi casa, domamos la primera yunta de toros para que aprendieran a arar. Un hermano mío y yo, yo con 11 años y mi hermano con 12. Uno delante y otro detrás de la maquinilla, y así los enseñábamos a arar.
Yo estuve de mozo en un cortijo. Esto sería en el año 48, y allí estuve yo “ajustao”, me acuerdo hasta de lo que me dieron. Después de tres meses trabajando, me dieron 14.000 pesetas. 14.000 pesetas en aquellos tiempos… pero, ¿a cómo salías el jornal, trabajando las 24 horas? Porque te acostabas a las 2 de la noche, y a las 5 de la mañana, ya estabas levantado, y a mí me endiñaban una yunta, y a barcinar con el carro.
Me hicieron carrero. Me llamaron para que me fuera con una yunta, y ya me “ajustaron”. Había por los menos cinco o seis mozos en el cortijo, porque entonces, como valía el trabajo tan poco, pues había mucha gente nada más que por la comida. Me dan la yunta y me mandan a arar, cuando la yunta no había quien la metiera en la besana (el surco donde se ara). No había forma de que araran los mulos. Se apalancaban como la madre que los parió. Y yo pensaba: “¿ahora que hago yo?”, Como habíamos empezado tan jóvenes con las yuntas, por eso nos llamaron para trabajar en el cortijo.
Nos dieron una yunta que nadie había sido capaz de arar con ella. Me la dieron a mí, y yo decía, “¿y esto cómo lo aro yo?”. Entonces, había una pendiente, y corté la besana derecha para arriba, y cuando iba para arriba, echaba la maquinilla al surco que había hecho el arado y no pillaba tierra, y les arreaba a los mulos por el costado con el látigo para que no tirara uno del otro. Y para abajo, pillaba bastante tierra y una piedra echada encima del arado para que abriera un surco grande para que me cundiera arar, porque si no, no me cundía. Y cuando llegaba a lo hondo, otra vez para arriba por el mismo sitio.
Cuando llevaba una hora de estar arando con los mulos, ya no apalancaban.
A media tarde, se presenta el amo allí y dice: “Oye, ¿qué le has hecho a los mulos?” Y yo les miraba las pezuñas, porque pensaba que les podía haber hecho daño con las piedras, o los había enredado o algo. Y dice el amo: “¡No, no mires! Con esta yunta no ha habido quien are, y mira tú qué pedazo has arado.” Yo me quedé como al que le cuentan un cuento.
Luego se peleó el mozo mayor conmigo, porque había arado mucho y porque había domado la yunta.
El mejor Carrero
En aquellos tiempos, las rentas de los cortijos había que traerlas al depósito a Alcalá. Se recogían 50 o 60 fanegas de trigo, y a lo mejor tenías que traer 8 o 9 de cupo para el Estado. Cuando llegó el tiempo de aquello, había carros. Le dice el hijo al amo: “¿A quién vamos a llevar de carrero?” Y contesta el padre: “Pues a quién vas a echar de carrero, al que es capaz de llevar las yuntas.” Así que echaron al más joven que había. Yo tenía 17 años más o menos cuando me echaron de carrero.
Todos los días venía con un carro de trigo desde “Cerro Gordo” a Alcalá. Eso era mejor que arar. Ibas por la noche y medías el grano, y luego por la mañana lo cargabas en el carro, enganchabas tus mulos y ya, pero como yo era tan joven, me veía negro para echar las guarniciones al carro, porque el carro era de guarniciones.
El mozo mayor se peleó conmigo porque creía que lo iban a coger a él. Y yo, pues cargaba mi carro, pero luego ya me subía encima y venía aquí donde han hecho el parking que estaba el almacén. Y ahí traía el trigo.
El amo del cortijo se llamaba Antonio tenía un amigo íntimo aquí que era municipal, y éste le cogía número de manera que cuando llegaba, pesaba el trigo, pasábamos los sacos, y otra vez para allá.
Y luego, cuando llegaba por la tarde, había un cortijo que estaban haciendo nuevo, al final de “Las Pilas de Fuente Soto”. Pues yo iba a por yeso con el carro. Cuando venía cargado y cuesta arriba, tenía que bajarme e ir andando, pero cuando iba para abajo, pues iba subido.
Un día, baja el amo a pagarle el yeso, y le dice el del yeso, “Pero bueno, ¿no tienes otros carreros que sean mayores? ¡Que has mandado a un muchacho con el carro!” Y dice el amo, “bueno, ¡si es capaz de llevarlo!... ¿qué más da?”
Pues un día, se le atrancó a uno un carro allí, y no podía salir, y todos creyeron que a mí también se me iba a atrancar, porque teníamos que pasar por el carril que había para entrar en la yesera. Estaba la carretera de La Hortichuela hecha, pero no estaba asfaltada ni nada, y aquello tenía de trancos, que no me veas… Había una salida muy mala. Y yo decía “¡eh, a mi carro que no se acerque nadie, yo nombro los mulos, y que no se acerque nadie”. Y entonces, el yesero, y los otros carreros que había allí, que por aquella época siempre había mucha gente, dicen: “Pero bueno, ¿qué se creerá el “nenaco” este?” Pues yo saqué todos los días mi carro, y les decía a los mulos: “Amos arribica, amos arribica”!” , y luego, cuando fui al otro día a pagar el yeso, dice el yesero: “Amigo, con razón has mandado al muchacho con el carro, porque es verdad que es capaz de llevarlo”, y dice el amo: “Pues claro que es capaz, si está de carrero desde que era un niño…”
Yo me eché novia con 17 años. Nosotros nos fuimos al cortijo, y mi novia vivía en lo alto de “La cañada del Membrillo”. Y para verla, tenía que venir desde la provincia de Córdoba, pero tenía que venir andando, porque estábamos labrando allí. Y cuando llegaba, pues hablaba con ella por la ventana. Si la novia era “rezaguerilla”, ahí no había nada que hacer.
Nosotros estuvimos 7 u 8 años hablando, porque como en mi casa eramos tantos, empezaron a casarse, y yo tuve que esperar a que se casaran los mayores.
También había mucho respeto. Fíjate que yo me casé con 28 años y una semana antes de casarme, tuve que pedirle a mi padre permiso para ir a hablar con mi novia. Mi padre me dijo esto: “Tú te vas a donde quieras. A las 5 de la mañana salimos para Priego.” Y yo pregunté: “Pero bueno, ¿por qué no lo habéis dicho antes?”, a lo que respondió tranquilamente mi padre: “Porque lo hemos pensado hoy. Vamos a por granadas”. Llevábamos tres bestias. Una la cargamos de granadas. Como iba yo a casarme, me compraron ropa también, que en Priego estaba más barata.
Noviazgo y casamiento
Ya me casé y al año siguiente me tuve que buscar otra vez un cortijo. Cada 8 días iba a ver a la mujer y a cambiarme de ropa. Mi mujer vivía en nuestra casa, y yo vivía en el cortijo en el que estaba trabajando. Cuando terminaba de trabajar, eran las 11 o las 12 de la noche y te acostabas tres o cuatro horas que eran las que te podías dormir. Dormía con una manta en la era, en la paja.
Y estando en mi casa, he dormido en una cabecera de farfolla de maíz y en el suelo hasta que me casé. Todas las noches. Y en la puerta de la cuadra los mulos, para cuidarlos, de noche y de día.
Francisca Nieto Carrillo
Recuerdo de la guerra: siempre la familia junta
Historia 1ª
Yo tenía cinco años cuando empezó la guerra. Me acuerdo de mi padre cuando todas las noches se iba de guardia. Mi madre se quedaba con nosotros. Éramos siete hermanos . Tuvimos que correr a refugiarnos a una montaña y fuimos en un mulo con un serón, nos acompañaban mis abuelos maternos, mi madre montada arriba con mi hermana que tenía 3 meses, dos a cada lado del serón y los demás andando. Éramos once en total. Teníamos que correr cuando venía pegando tiros a caballo. Mataron a algunos de los vecinos que no se fueron a la montaña. Cuando al fin volvimos estuvimos un poco mejor aunque nos habían quitado algunas cosas
Historia 2ª
18 de julio mientras las batallas de la Venta de Puerto Lope En una parada el comandante que vio y observó el tiroteo que había en Alcalá la Real mandó una avioneta para que nos guiara y así fuésemos todos juntos permaneciendo siete días y regresamos cuando pasó el tiroteo. Al llegar nos encontramos las puertas abiertas, se habían llevado las gallinas, los huevos y nos quedamos sin nada. Pero gracias a Dios no nos pasó nada.. Sí que pasamos muchas faltas hasta que pudimos recuperarnos y seguimos adelante como pudimos establecernos y pudimos comprar pan y hacer la matanza ( pero el jamón lo vendíamos para comprar tocino y lo que nos hacía falta). Nuestras comidas fueron poco a poco mejorando: por la mañana patatas, a mediodía cocido, y por la noche gazpacho y leche.
Historia 3ª
El año siguiente fuimos a la Malena a una fábrica de aceite nos metimos en el hueco de la escalera y nos cayeron bombas muy cerca pero Gracias a Dios lo podemos contar. Teníamos una yunta de bueyes y otra de mulos y había trabajo para todos nosotros .
En 1938 mi madre tuvo otro niño ya éramos 8 hermanos. Nos quedábamos solos cuando mi padre estaba de guardia, pasábamos mucho miedo, una noche se llevaron a un vecino y lo mataron en un cortijo cerca de Villalobos. Seguíamos viviendo mis padres mis 8 hermanos los abuelos maternos y los de mi madre, catorce personas en el cortijo y con casi nada para comer. Mi madre ponía el pan en el techo, en un canasto para los más pequeños. Cuando acabó la guerra se pasaba hambre. . Teníamos cabras para la leche. Se fue poniendo mejor con el estraperlo porque se ganaba algo, pero había bandoleros en la sierra y cuando venían se llevaban los gallos que teníamos.
José Aceituno Hermoso
Una vida de trabajo y harina
Como mi madre tenía la tienda; compraba trigo. Entonces, íbamos nosotros a los molinos y si llevábamos doce kilos de trigo, a lo mejor nos daban ocho de harina, pero en la Pilas de Fuente Soto, en el Molino de Rosendo, sólo nos quitaban dos.
Íbamos al molino mi hermano Manolo, mi amigo Pepe Esteo y yo. Cuando llovía, nos echábamos un hule. Cambiando trigo por harina estuvimos dos años. Yo tenía entonces once, y mi hermano Manolo y Pepe; trece. Ellos llevaban 12 kilos de trigo y se traían 10 de harina, y yo llevaba 10 y traía 8.
El trigo lo llevábamos en una espuerta en la espalda, sujeta con un ramal en la cabeza.
Salíamos de Alcalá casi al amanecer. Nos tirábamos por Los Pedregales, llegábamos a La Hortichuela, y de La Hortichuela a La Pedriza. Al llegar a “Los Pedregales”, estaba amaneciendo. Aquí parábamos y comíamos un trozo de pan. Llegábamos a La Hortichuela sobre las 12 del mediodía. Durante el camino, comíamos lo que pillábamos.
La mujer que estaba en el molino, cuando llegábamos, nos traía unos trozos de pan.
Un día, de regreso a Alcalá, paramos a descansar en un paredón. Estábamos muertos de hambre, y enfrente, teníamos una viña. Entonces, cogimos un racimo de uvas cada uno. Ya que habíamos empezado a comer, llega el guarda con un rifle en la mano, y nos dice; “¿Qué estáis haciendo? ¿Robando uvas?”. Pepe le respondió que no estábamos robando. “Simplemente teníamos mucha hambre y habíamos cogido unos racimos para comer.” Entonces, el guarda, nos dijo: “¡Soltad las espuertas ahí que voy a dar parte a la Guardia Civil!. ¡Dejad las espuertas donde están y tirad para Alcalá!”
Pepe dijo entonces a mi hermano: “Manolo, coge un par de piedras, que este hombre lo que quiere es quitarnos las espuertas.” Yo estaba muerto de susto. Mi hermano, cogió un par de piedras (aunque yo pienso que no iba a ser capaz de tirarlas), y Pepe dijo; “Tú se las tiras a la cabeza primero y después le tiro yo”. Entonces el guarda dijo: “Voy a dar parte de vosotros a la Guardia Civil”. Entonces Pepe respondió: “Al guardia civil lo vemos nosotros todos los días, y él es quien nos dice por donde tenemos que tirar. Es más, le vamos a contar lo que está haciendo usted con nosotros, que lo único que quiere es quitarnos las espuertas.” Entonces el guarda nos dijo que siguiéramos pero que no quería vernos más por ese camino. Y nosotros seguimos pasando por allí todos los días. El guarda por su parte se hacía el disimulado cuando nos veía.
Llegó el día en que no nos maquilaban ya el trigo, pero nos dijeron que podíamos coger pan.
Se lo dijimos a mi madre, pero ella no quería que fuéramos solos, así que un vecino nuestro que tenía una hermana casada con un zapatero en Las Pilas de Fuente Soto, nos propuso venir con nosotros y nos ofreció la casa de su hermana para esperar a que saliera la hornada de pan.
Este viaje era menos trabajoso, porque a la ida no llevábamos carga.
Cuando llegábamos a mi casa, mi vecino se quedaba a comer con nosotros. Mi abuela nos hacía papuecas, y las comíamos con café negro.
Cuando acabó esto, me quedé en paro, pero hablé con un vecino que tenía una carbonería, así que empecé a trabajar con él. Íbamos por carbón a La Joya, a Charilla, a Frailes, a Valdepeñas…
Después de esto, y tras el largo camino andando desde Valdepeñas a Alcalá, me despedí del carbón.
Después estuve trabajando en una cantera. De ahí sacábamos arena para la obra y baldosas.
Llegó el catorce de Agosto, víspera de la Virgen, y estando yo trabajando, a las 12 del mediodía, sonaron las campanas… lo solté todo y me vine para el pueblo. Estuve en el Paseo de la Mora, con los músicos. Cuando llega la noche, le digo al jefe: “Mire usted, Antonio, hoy he echado medio día.” Y me responde: “Pues mediodía no te pago. Mañana lo recuperas”. “Mañana es día de la Virgen”, le dije… “Tú verás, tú haces lo que quieras” fueron sus palabras.
Con estas, llego a mi casa y se lo digo a mi madre. Así que al día siguiente, mi madre le pide a mi hermano Manolo que se levante y venga conmigo para echarme una mano. Nos fuimos los dos y echamos medio día por el día de La Virgen.
Por día y medio siendo el día de la Virgen, nos pagó solo un día.
Se acabó la cantería.
Ya con quince años, entré a trabajar en una oficina que era del “Ministerio de la Vivienda”, en “Regiones Devastadas”. Zonas en ruina por la guerra, por terremotos…y se iba edificando todo. En Alcalá se hizo el cementerio, el cuartel de la guardia civil, Las Dominicas, las escuelas de la calle Fuente Nueva, grupos escolares en Charilla y Mures, y reparaciones en el ayuntamiento. Ya aquí estuve hasta los 18 años.
Después; la mili en el Cerro Muriano, albañilería, contabilidad, mi boda, emigrante en Alemania, emigrante en Suiza, operaciones varias…mucho trabajo.
Trini la de los Tallos
La Feria
Mi madre (Trinidad Hermoso, “Trini la de los Tallos”), empezó a hacer churros (tallos), en un local en “La Tejuela”. Después los hacía en mi casa (en la calle Real), hasta que la harina se puso muy cara y lo dejó. Entonces, continuamos con los churros pero en la feria, en una caseta.
Solo montar la caseta ya era un trabajo increíble. Ir a por palos a “Los Tachuelicas”, hacer los hoyos para colocarlos de punta, luego poner otros más altos para sujetar el techo. Teníamos que dormir en el suelo. Los colchones que tenía mi madre, que eran todo farfolla, los poníamos en el techo. Las sábanas se ponían alrededor. Teníamos unas mesas enormes, sillas de anea… Así nos tiramos bastantes años.
Teníamos que transportarlo todo desde la calle Real hasta la feria a cuestas. Sillas, mostradores…
Llegó un momento en el que dijo que se no ponía más la caseta, así que yo me encargué de deshacerme de todo. Pero al año siguiente, dijo mi madre de poner la caseta otra vez. “¿Con qué la va a poner usted, mamá?” Entonces, se metió en un préstamo para comprar todas las cosas de la caseta nuevas. Primero compró el techo: ¡qué techo más bonito!, Todos días pagaba un duro por los préstamos. Cuando pagó el techo, ya compró todo lo de alrededor: ¡Qué caseta más decente y más bonita! Luego mesas, sillas…
Finalmente todo se acabó a pesar de que le iba muy bien, porque repartía más que ganaba entre sus hijos.
Las “Buñolás”
Por la noche, cuando terminaba la aceituna, se juntaban todos los que habían trabajado en el tajo, y en una casa, formaban un baile, y nosotros íbamos a hacer “los tallos”. Llevaban cosas como vino…
También a San Isidro íbamos,… allí hacíamos 100 kilos de harina. Había una cantidad enorme de gente allí, y las mujeres, se metían los churros en los bolsillos de los delantales para llevárselos a sus hijos. Se hacían cuatro cribas enormes y se repartían.
Esto era una “convidá” del dueño, “un arremate”. Les daba a elegir a los aceituneros entre “guiso” o “buñolá”. “¿Qué queréis, guiso o buñuelos?” preguntaba… “¡Buñuelos!”, respondían casi siempre. Es que, en el guiso, iban los hombres solo, comían y se emborrachaban. En cambio, a las buñoladas iban hasta los muchachos. Estaban toda la noche comiendo tallos y bailando al son de las guitarras y otros instrumentos.
María Dolores Aceituno Hermoso
Mi infancia de trabajo
Nací en el año 37, en guerra, pero de ella no puedo contar nada, porque era muy pequeña.
Ya a partir de los 13 años, empecé a trabajar como una persona mayor, porque mi madre (Trini “La de los Tallos”), tenía una tienda en la calle Real, y ella era la que se ocupaba de todo.
Yo tenía que hacer el trabajo de la casa y de la tienda, porque aunque no podía aprender mucho a hacer cuentas y a escribir, podía anotar lo que se vendía “fiao”, porque mi madre lo anotaba haciendo rayas, cruces y redondeles, porque ella no sabía ni escribir ni leer, pero cuando iban a pagarle, sabía lo que tenía que cobrar.
Entre los trabajos de la casa, uno de los más duros era lavar la ropa y para ello tenía que desplazarme a la “Fuente del Rey” o a la “Fuente Granada”, o “la Pasaílla” que era donde había agua y sitio para tender. Tenía que andar sobre 3 o 4 kms. Y en verano, normalmente, la ropa se secaba y pesaba menos que cuando era invierno, que a veces teníamos que traer la ropa mojada y entonces cuando llegábamos a la casa, veníamos reventadas, porque la llevábamos y traíamos a cuestas. Cuando la lavábamos en la Fuente del Rey, mientras lavábamos, teníamos que estar dentro del agua.
El motivo de desplazarnos era porque en las casas no había agua y éramos ocho de familia, y entonces era mucha la ropa que había que lavar. Algunos vecinos tenían agua y me daban para el gasto de la casa, y otras veces tenía que ir al pilar. Pero en el pilar me tenía que pelear con las otras mujeres porque decían que habían llegado antes, y que tenían el cántaro allí. Otras veces había que dejar el cántaro por la noche para coger la vez y cuando amanecía, habían roto varios cántaros y perdías la vez.
La historia de una madre muy especial
También quiero relatar la historia de mi madre, a partir del momento en el que yo tenía aproximadamente nueve años, que es cuando pasaba el día junto a ella porque tenía que ayudarla en su tienda.
Lo que voy a contar es en lo que contribuyó mi madre con las personas que prácticamente no tenían para comprar. Ella siempre ayudaba a estas personas.
En plena posguerra, no todo el mundo podía comprar ni lo más básico. Incluso para la comida estaban las cosas muy difíciles. Había muchas mujeres (porque éstas eran las que se encargaban de ir a comprar), que le decían a mi madre: “Trini, apúntalo hasta que mi marido cobre”.
El caso es que yo recuerdo que a veces pagaban, y otras veces no. Según nos llegaba a nosotras, cuando cobraban iban a pagar a otras tiendas en las que no les permitían llevarse nada sin pagar, o les ponían mala cara. Mi madre, como no hacía nada de eso, tenía que esperar para que le pagaran, e incluso, en muchas ocasiones, nunca le pagaron.
Hasta tal punto dejaban deudas, que llegaba un momento en el que no volvían más a comprar a nuestra tienda.
Otras personas se dedicaban a vender por el campo. Se llevaban pescado y lo cambiaban por pollos o huevos, y ajustaban las cuentas con mi madre. En alguna ocasión, cuando les faltaba, le decían: “Trini, si me falta dinero, ¿mañana con qué compro para poder vender o cambiar?”, y entonces, mi madre les decía: “A ver, ¿cuánto es lo que necesitas?” y lo que le decían, ella se lo daba.
También tuvo que comprar aceituna de rebusca, que traían llenas de barro. Cuando la llevábamos al molino, nos descontaban el barro, y como dice aquel: “lo comío por lo servío”.
En otra ocasión, compró unas gallinas a un hombre de la Fuente de Granada, que ella no quería comprar por ser una persona desconocida la que se lo vendía. El hombre, empezó a rogarle que se las comprara, que tenía a sus hijos en cueros y que ese dinero era para comprarles ropa.
Mi madre, finalmente, se las compró, pero resultó que eran robadas, y tuvo que ir a juicio a Granada y a Jaén.
Lola Serrano Castillo
Nací en Alcalá la Real en el año 1931.
Yo tenía 5 años. Hicimos la matanza en casa de un tío mío en la calle Utrilla. Más tarde, fuimos a recoger el chorizo que estaba en una canasta. Íbamos mi abuela, una amiga y yo.
En este momento, yendo por la calle Marines, vi a la aviación que sobrevolaba Alcalá, y vi como caían las bombas en esta calle y en el Casino. Yo estaba justo donde están las monjas ahora. Y veía las bombas caer. Mi abuela y la otra muchacha se resguardaron en un cuartel, pero yo no me dí cuenta y me quedé fuera en la puerta, embobada viendo como las bombas iban cayendo. Escuchaba los bombazos.
Todo estaba lleno de polvo. Como pude llegué a casa de mi tío. Cuando me vieron llegar se horrorizaron, incluso gritaban. Estaban en una cuadra que había en subterráneo para refugiarse. Nos preguntábamos, dónde estarían mi abuela y mi amiga. Yo aquello lo recuerdo como algo impresionante, con terror. Todas esas casas se fueron abajo.
Después, no he vuelto a oír hablar de aquello, y me encantaría saber qué es lo que ocurrió realmente.
Otra vez vinieron 18 aviones tirando bombas. Había un tejar por debajo de mi casa. Nos metimos en el horno del tejar para que no nos pillaran las bombas. Nos entramos los cuatro y otro hombre. Mi madre pasó tanto miedo que se le descompuso el cuerpo. Cayeron cascos de metralla. Hubo niños que pillaron metralla, y recuerdo que se llevaban a gente a los hospitales.
Nosotros vivíamos en una casa desde la que veíamos la carretera de Priego muy bien. Donde estaba la fábrica de telas, antes era campo aquello. Ahí hacían filas de hombres, y cuando amanecía, muchas mañanas, fusilaban a los hombres. Mi padre se asomaba por la rendija y nosotros nos acercábamos y lo veíamos. Mi madre se desesperaba y nos gritaba que nos quitáramos de allí.
Cuando venían los aviones nos íbamos a casa de Esteban Gutiérrez, alcalde de Alcalá la Real, el que iba a ser mi suegro después.
Nosotros vivíamos muy bien, aunque mis hermanos empezaron a trabajar muy jóvenes, con ocho años. Trabajaban en tiendas. Mi padre tenía una finca que hizo cuatro partes, con cuatro fanegas de tierra.
Una parte la dedicó al trigo, otra para la cebada, otra para garbanzos para los cerdos, y la cuarta era una hortaliza. Teníamos cabras, que daban leche, conejos, pollos…
En Alcalá quedamos muy poca gente. Muchos de los que se quedaron, se dedicaban por la noche a traer de nuevo a la gente de Alcalá que se había ido a la zona roja. Recuerdo que vino mucha gente de Granada y de los cortijos a vivir a Alcalá.
Lorenzo García Romero
Nací en Alcalá la Real en la calle guardia Castellano (Calle Gala). Nací a mediados de la guerra y cuento lo que mis padres y mis abuelos me contaron.
Historia del movimiento nacional, lo que vieron y pasó en Alcalá la Real.
Francisco Franco dio un Golpe de Estado. Antes del golpe, en Alcalá la Real los republicanos o los rojos se paseaban en las calles con un pañuelo colorado una alfaca y el fusil, todos tenían mucho miedo, porque todo lo que a ellos no les gustaba lo iban destruyendo y amenazaban a todos los que no tenían sus mismas ideas.
A mi padre, una de las veces que venía de trabajar, le pusieron el fusil en el vientre y le amenazaron. Tenía que apuntarse a la C N T.
La Iglesia de las Angustias la desalojaron, tiraron los santos y era allí donde metían el grano confiscado que le quitaban a los agricultores. Mandaban a dos con fusiles y un recibo para que les dieran chotos y borregos para comérselos. Nunca les pagaron.
Mataron al párroco de la Iglesia de Consolación, al cura de Santa Ana. Tiraron vivas a las personas que a ellos no les gustaban, a unos pozos que había en los llanos. Allí ahora están las cruces.
Aquí en el pueblo iban a las casa de los señoritos, los sacaban de sus casa y los mataban. Llegaban a una casa a por el padre de familia y si no estaba se llevaban al hijo joven y lo mataban.
Cuando el Capitán Salas llegó a Alcalá la Real, iba por las calles diciendo que aquellos que no habían huido y fueran personas de buena voluntad, salieran a la calle y estuviesen tranquilos.
Después de la guerra, quienes mandaban en Alcalá la Real eran, el teniente de la guardia civil, el alcalde y el jefe de los municipales. Como habían ganado la guerra, por el odio y la venganza, se mató y encarceló a muchas personas que nuncan tenían que haber muerto.
Después vino la desolación y el sufrimiento.
María Dolores Romero Gallego
A la madre de brazos fuertes y delicados
Erase una historia de una niña cualquiera en aquellos años cuarenta, cincuenta, sesenta. No se me borra de mi mente, aunque la tengo ya un poco deteriorada, la figura de mi madre vestida siempre de negro con su pelo recogido en moño, rota por el dolor de perder a su marido en el 51 cuando ella tenía 40 años y la menor de sus hijas con siete meses.
Yo era la mayor y me daba cuenta de todo. Qué duro para mí, pensando lo que nos daría de comer al día siguiente porque no tenía nada más que sus dos fuertes y delicados brazos para trabajar de día, y de noche con el candil haciéndonos la poquita ropa que teníamos., nada más que un vestido para cada uno, para lavarlo nos acostaba para que se secase. Pero fue tan valiente y tan decidida que no permitió que pasáramos hambre. De pan de aceite y de poco más. No había otra cosa.
La letra con miedo y terror entra
Apenas me acuerdo de mi padre pero uno de mis mejores recuerdos es de cuando era yo muy pequeña y me cogía en su regazo al calor de la chimenea, me enseñaba las vocales y me decía cuando se enfadaba, ¡Te voy a tirar de la orejas que la letra con sangre entra!
Cuanto me acordaba de lo que me decía mi padre, cuando un día mi madre me dijo, te voy a apuntar con un maestro que va por los cortijos dando clase. Voy a hablar con él pero como no tenemos dinero si quiere yo le lavo la ropa a cambio de que aprendas algo. Este señor era de estatura mediana de aspecto serio y seco muy delgado y desaliñado. Iba por los cortijos un día sí y otro no. A cambio de las clases iba por la comida que les daba a sus hijos. Este se llamaba “maestro garrotero”.
Éramos siete u ocho niños de 7 a 14 años. Unos días íbamos a un cortijo, otros días a otro. Al principio lo pasábamos muy bien en el camino pero se iban pasando los días y llegó el invierno, con mucho frío barro y nieve.
Llegó la hora de poner las faldillas a las mesas redondas a las que les tenía mucho pánico porque cuando el profesor impartía la clase y le tocaba leer a una chica con él, la ponía muy cerca y nos cogía de la mano por debajo de la mesa y se la llevaba encima de sus muslos secos y fríos e iba estirando la mano a sus partes. ¡Era tal el miedo y el rubor que tenías que te faltaba el aliento!. Cuando no queríamos irnos cerca de él nos ponía de rodillas con un garbanzo debajo de las rodillas y los brazos en cruz y nos decía, que éramos unos ceporros que le iba a decir a nuestros padres el poco interés que teníamos y que estábamos perdiendo el tiempo.
Me daba mucha pena de mi madre cuando a la luz del candil por la noche planchaba la ropa y la colocaba en una cesta para que no se arrugase y me decía lleva la ropa al maestro. Y al día siguiente íbamos como cada día y con mi cesta iba pensando como se la iba a dar a aquél ser tan despreciable porque nos tenía amenazados de que si contábamos algo de lo que en la escuela pasaba nos acogiéramos a las consecuencias.
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