Talabartería en Puente de Génave

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Antes de que finalizara la década de los cuarenta del siglo pasado no habría en Puente de Génave más de dos o tres coches y, por supuesto, ni un solo tractor. Era un pueblo agrícola con un censo considerable de caballerías de carga y arrastre; había menos de montura, los caballos eran escasos. Las familias que tenían tierras para el cultivo de cereales y olivas disponían, al menos, de una yunta de mulos o mulas y un mulero. El acarreo de la aceituna, por ejemplo, se llevaba a cabo mediante caballerías o carros tirados por éstas. En las faenas de labranza eran imprescindibles. Para los arreos o guarniciones de aquellos animales se necesitaban personas expertas en su diseño, creación, arreglo y compostura. Su oficio era la talabartería.

Arando con mulas


En Puente de Génave ejercieron esta profesión Juan José Sánchez, natural de Santiago de la Espada y sus sobrinos políticos, Raimundo Olivas Rico y su hermano Ramón, nacidos ambos en Villarrodrigo. Vinieron de muy niños a Puente de Génave a casa de sus tíos que los criaron y educaron como si hubieran sido sus padres biológicos.

La talabartería ha sido un oficio manual de los que se llamaron mecánicos. Éstos fueron, en los siglos que nos han precedido, expresión de pobreza y de villanía. En el siglo XVII, lo mecánico se definía como opuesto a liberal y honorable, como bajo, feo y poco digno de una persona honrada. “Los que se ganan la vida con el trabajo de sus brazos son los más viles del pueblo”. Esto llegó a decir aquel jurista francés Charles Loyseau que fue abogado en el Parlamento de París y que escribió en 1610 un Tratado sobre Órdenes y dignidades simples. Pero esta consideración negativa sobre los oficios manuales o mecánicos no la inventó este francés, venía de lejos, de muchos años atrás. “Quienes aprenden las artes mecánicas y sus propios hijos son considerados los últimos ciudadanos”. Esta frasecita se la atribuyen a Jenofonte, aquel griego que fue historiador, militar y filósofo y conocido por sus escritos sobre la cultura e historia de Grecia. En sus obras se manifestaba hostil hacia la democracia ateniense y era proclive a las formas más autoritarias, como las que conoció en Esparta y en Persia. El hombre murió a los 77 años que para aquella época no eran pocos.

Pero, por si faltaba alguien por menospreciar los oficios manuales, allí estaban dos griegos más, Platón y Aristóteles. Según el primero, la condición de zapatero, labrador o, en general, artesano no puede compararse con la de guerrero. Aristóteles pensaba que todas las ocupaciones manuales carecían de nobleza. Y no queda aquí la cosa. Lorenzo de Médicis (siglo XV), también conocido por sus contemporáneos como Lorenzo el Magnífico, el que fuera gobernante de facto de la república de Florencia durante el Renacimiento italiano, parece que llegó a decir: “carecen por completo de genio las gentes que trabajan con sus manos y que no disponen de ocio para cultivar su inteligencia”.

Arrrieros en la calle el Arroyo de Puente de Génave

Hasta el último tercio del siglo XVIII hubo en España una larga lista de profesiones consideradas como deshonrosas. Se decía que envilecían a quienes las ejercían. Fue tal el desprestigio social que alcanzó en algunos territorios, que todo aquel que se ganaba el sustento propio y de su familia quedaba inhabilitado para ejercer un cargo público o, incluso, casarse con personas socialmente dignas. Este desdoro alcanzaba a todos aquellos que tenían un oficio manual: zapateros, guarnicioneros o talabarteros, cardadores, sastres, albardoneros, curtidores, labradores, etc. Se asociaba el trabajo manual a deshonra. Todo lo que no fuera dedicarse a las armas o a las letras se consideraba vil e indigno. Se llegaba al punto de que muchos, nacidos en casa noble y distinguida, preferían la miseria y la pobreza al deshonor del trabajo manual y plebeyo. Llegó a ocurrir que hijos de menestrales acomodados abandonaban el oficio del padre para poder acceder a una posición prestigiosa aunque menos rentable.

El resultado de esta manera de pensar llevó a aquella sociedad a tener más desocupación y más empobrecimiento económico. En este punto, algunos pensaban que el desprestigio social del trabajo manual era una traba importante para el desarrollo económico de la época. Pronto se empieza, por parte de unos pocos, a tomar conciencia de la situación y aparecen nuevos pensadores que deciden poner su discurso a favor de acabar con el desprestigio de los oficios mecánicos, causante en buena parte de aquella situación económica. Hay que cambiar la mentalidad y convencer a la sociedad del siglo XVIII, sea noble o plebeya, que todo trabajo ejercido con eficacia y de manera honorable es digno y no vil.

Asesores de la Casa Real presenta al monarca Carlos III escritos e informes que sugieren lo conveniente que puede ser el hecho de poner fin al estado de desprestigio que pesaba sobre quienes ejercían trabajos manuales. El Rey haciéndose eco de aquellos informes promulga en 1783 una Real Cédula mediante la cual los trabajos mecánicos quedaban dignificados socialmente. Podías ser un trabajador vil o dejar de serlo en función de un decreto del monarca de turno. Así era aquella sociedad. La Cédula en cuestión declaraba que: (…) no sólo el Oficio de Curtidor, sino también las demás Artes y Oficios de Herrero, Sastre, Zapatero, Carpintero y otros a este modo, son honestos y honrados; y que el uso de ellos no envilece la familia, ni la persona del que los ejerce, ni la inhabilita para obtener los empleos municipales de los lugares en que estén avecindados los artesanos o Menestrales que los ejerciten…

A partir de aquí aumentó el número de pensadores y escritores que expresaban sin reservas elogios al trabajo manual de los artesanos.

Carreteros llevando troncos a la RENFE

Mirando el Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía y comparando el léxico utilizado en Jaén y en el resto de territorios andaluces se observa que en casi todos los lugares se utilizan los términos guarnicionero, talabartero y albardero. Hay algunas diferencias fonéticas en estos vocablos en las diferentes provincias andaluzas. Así ocurre también cuando se comparan estos mismos vocablos con mapas de regiones tan distantes como Aragón, Navarra o Rioja.

El vocablo más generalizado es de guarnicionero. En Andalucía es bastante conocido. También lo es el de talabartero. En el tomo IV, en la lámina 923 del citado Atlas se puede leer de guarnicionero: “hombre que hace albardas y arregla las cosas de cuero. Trabaja el cuero. Prepara aparejos. El que trabaja la lona de los aparejos. Trabaja el cuero. Hace albarda

Talabartero viene de talabarte que significa pretina o cinturón, ordinariamente de cuero. El talabartero es el guarnicionero que hace esos talabartes u otros correajes. Talabarteros y guarnicioneros ejercían el mismo oficio. Se usaba uno u otro término en función de la costumbre y del lugar. Se podría decir que eran artesanos del cuero.

El talabartero o el guarnicionero diseña, elabora y repara correajes y demás guarniciones que se ponen a las caballerías para que tiren de los carruajes o para montarlas o cargarlas. Los maestros talabarteros llevaban a cabo sus creaciones mediante un proceso muy estudiado y calculado y, en diferentes fases: diseñaban el arreo, seleccionaban la piel curtida con la que iban a elaborarla, marcaban el diseño en la piel y la cortaban conforme al mismo. Cosían; adornaban y colocaban los elementos metálicos como hebillas o tachuelas. Estas guarniciones, atelajes, arreos o aparejos si lo prefieren, los ajustaban a la talla de la caballería a las que se destinaba facilitándole sus movimientos naturales y preservándola de molestias y golpes. Probaban la guarnición directamente en el animal y, si era necesario, la retocaban y la daban por finalizada.

Acarreando aceituna en el Puente Nuevo

El oficio de albardero o albardonero

El albardero era la persona que diseñaba y confecciona albardas de distintos tipos. La albarda era la pieza principal del aparejo de las caballerías de carga. Estaba compuesta por dos piezas, como si de almohadas se trataran, rellenas, generalmente, de paja y unidas por la parte que cae sobre el lomo del animal. Se utilizaba para transportar objetos pesados, desde sacos hasta recipientes de agua. En algunas regiones a este aparejo se le denomina basto.

El albardero también llevaba a cabo su trabajo mediante un laborioso proceso. Al igual que el talabartero, lo ejecutaba en diferentes fases que podían variar según la comarca. Los talabarteros o guarnicioneros de Puente de Génave también hacían albardas, ataharres y diferentes adornos aunque esto fuera más propio de un albardero que de un talabartero o guarnicionero.

Juan José, conocido por el “Talabartero”, apelativo que heredaron sus sobrinos, tuvo el taller en su propia vivienda, sita en la “Carretera”, número 82, más tarde llamada Avenida del Generalísimo y hoy, Avenida de Andalucía. En aquel taller, Raimundo y su hermano Ramón aprendieron el oficio de talabartero y albardero del que fue su maestro y padre a la vez.

Aprendieron sus técnicas y las continuaron en el tiempo en sus propios talleres. Ellos creaban, en Puente de Génave, autenticas joyas de atalajes o arreos para enjaezar a los animales ya fueran de tiro, carga o montura.


Referencia

Este artículo incorpora material del blog historiapuentedegenave.blogspot, autorizada su publicación bajo los términos de la licencia Reconocimiento-CompartirIgual

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